David González abre la puerta
A lo que sea. Como soy una prologuista sin escrúpulos, reproduzco en este medio público la siguiente frase de uno de los e-mails personales que David González me ha enviado: "Los puntos son como puertas que se cierran". Y si estas palabras suenan como apocalípticas es porque son ciertas.
La puntuación de No hay tiempo para libros es desconcertante no porque no exista -muchos hay que la suprimen y no pasa nada-, sino porque no es ordinaria. El caballo ganador son los dos puntos, signo por excelencia de la continuidad como tránsito. Los dos puntos nos introducen en una nueva dimensión del multiverso que es cada poema por separado y todos ellos como unidad de significado. Semióticamente, los dos puntos de David González manifiestan una postura del autor ante su obra, del hombre ante el mundo: lo que debería compartimentar, vincula. Al encontrarse con los dos puntos, los ojos se van instintivamente a la palabra siguiente, al próximo verso. La lectura se convierte en compulsiva, casi obsesiva.
Como recomendaba Poe, No hay tiempo parra libros se lee de una sentada: la impresión que recibimos es una, sola, plena. Y no es porque tengamos un rato libre, y ese rato libre coincida casualmente con el tiempo exacto que se tarda en leer estas 125 páginas. No es potestad nuestra decidir si paramos o continuamos. Es el propio libro -los dos puntos hipnóticos- el que marca nuestro tempo. Y la consigna es siempre la misma: adelante.
Porque es adelante, y no a saltos, ni mucho menos hacia atrás. Como estructura narrativa articulada, No hat tiempo para libros procede por secuencia lógica, comenzando con una poética devastadora - "escribo a mano: / igual que si cavase/ mi propia tumba"- y terminando con un haiku de imaginería homérica - "siembro poesía / y cosecho granizo: / las hojas caen" - mientras fragmentos de realidad poéticamente reelaborada -humanamente comprensible- se suceden entre medias. El finis terrae de los poemas verbales es, no obstante, un apellido, una de las palabras más poderosas de la historia de la literatura, un monumento a nuestra grandeza como hombres y mujeres entregados a la creación literaria: Kerouac. Porque sí, somos grandes. Inmensos.
Y hemos dicho poemas verbales porque también los hay visuales. Descontextualizadas, las fotografías e ilustraciones que se intercalan entre estos versos transmitirían señales plurales, polisémicas. Encastradas en Mundo DavidGonzález, su significado se reorienta en una dirección flexible, pero inequívoca. Si, según el poeta, los puntos son puertas que se cierran, las imágenes son aquí ventanas que se abren. Al asomarnos, vemos rostros familiares y desconocidos, objetos que importan porque protagonizan la poesía y la vida que aquí se narra. También vemos a Justicia con su venda -aunque todos sabemos que hace trampa y mira por debajo-. Lo último que vemos es el corazón de una manzana oxidada.
El oxígeno oxida. Nosotros lo respiramos, es pura vida. El combustible de nuestros pulmones es el mismo veneno que degrada la carne de la manzana. Tal vez nuestro corazón también esté oxidado. Quod me nutrit me destruit.
Y porque David González abre puertas, Denise Levertov -a los pies de la manzana herida- cierra el libro con un inapelable puedes seguir: has de continuar. Todavía una niña -12 años tenía entonces-, Levertov tuvo la sabia osadía de enviarle sus poemas nada menos que a T. S. Eliot, a ver qué opinaba. Confianza en sí misma nunca le faltó, a Levertov. Pero lo mejor del caso es que T. S. Eliot le respondió con una carta de dos páginas, donde la animaba a perseverar en la poesía. Es lo que dijo el trueno. Y ella, claro, obedeció.
El testamento quedó leído. Nosotros heredamos la tierra.
[continúa y finaliza mañana, jueves 19 de enero de 2012]
Gracias, Antonio.
Y también se me menciona en este enlace sobre mi hermano Andrés Ramón Pérez Blanco, el Kebran:
Gracias.
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