ELLA ME ENSEÑÓ LA HOJA que se desprendió del exuberante árbol que abrazaba la casita y que parecía haber brotado en la puerta. Los tres nos quedamos perplejos ante lo que estábamos contemplando. El sol alumbraba el lugar. El paraíso en la tierra: la luz del cielo iluminándolo. Ninguno quería irse. Al llegar a casa me pregunté: ¿por qué no cogí aquella hoja y la traje conmigo? En mis manos aún sentía esa necesidad de acariciarla y hacerla mía. Mientras me debatía entre la angustia y la agonía por haberla abandonado, mis labios se sellaron ante lo que habían visto: mi vida en esa hoja: la vida en lo aparentemente simple. Sonreí con emoción y entonces sentí, supe, que había hecho lo correcto. No podía alejar aquella hoja de aquella puerta. En realidad, no hubiese podido, de ningún modo, dejar vacíos los brazos de ese sol que se inclinaba, como una madre protectora, ante la casita. Nunca me hubiese perdonado romper la magia de aquel instante. Un instante mío, porque todavía lo veo intacto: vive en mí, reposa en el recuerdo que abrazo con tan solo cerrar los ojos.
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